martes, 13 de febrero de 2018

El hombre que se enamoró de la luna - Tom Spanbauer


Contaba la maravillosa escritora Ana María Matute (1925-2014) que de joven se encontró con el diablo y lo reconoció porque al mirarlo se dio cuenta de que tenía las estrellas y el universo dentro de los ojos.

| Una de las cosas que recuerdo de mi madre era que me puso el nombre y que yo nunca debía contestar cuando me llamaban por él porque el que preguntaba podía ser el diablo.

“El hombre que se enamoró de la luna” contiene muchos ecos a la literatura de Ana María Matute, pero también a la increíble novela “El enamorado de la Osa Mayor” de Sergiusz Piasecki, cuya narración también está hecha a base de descripciones-chispa como explosiones de colores. Además, es curioso que los títulos tengan ese enorme parecido y que el protagonista en ambos casos sea un anti-héroe desubicado que atraviesa lugares desolados en búsqueda de algo parecido a sus orígenes.

La belleza que alcanza la narrativa de Spanbauer sólo puede ser explicada por sí misma:

| El cielo era de un profundo azul con grandes nubles blancas y en la tierra, que empezaba a deshelarse, se veían charcos de agua. Había barro por todas partes y restos de nieve en el lado norte de las cosas o en las zonas más sombreadas. Las sábanas que mi madre e Ida colgaban también eran blancas, blancas como nubes. Tan blancas con el reflejo del sol que dañaban la vista. Llegaba el olor del lavadero y el del montón de ceniza de la estufa, pero también llegaba el olor de las sábanas. Yo tenía la mano contra la madera gris del lavadero y estaba de pie, con los ojos fijos en esas dos mujeres.

Todo el mundo conoce la leyenda griega sobre Edipo (y la esfinge), quien por una suerte de giros del destino, terminó matando a su padre y casándose con su madre y que, al conocer la verdadera identidad de sus progenitores, se arrancó los ojos. Pues bien, en esta extraña novela, Spanbauer teje una trama en la que el protagonista Duivichi-un-Dua, a quien todos conocen como Cobertizo, tiene ciertos paralelismos con Edipo. Emprende un extraño viaje por las pervertidas tierras de los indios americanos de finales del siglo XIX, en busca de la verdad sobre su origen y del significado de su nombre; es una historia en la que adquieren protagonismo las relaciones homosexuales, la sororidad entre camaradas, la prostitución y la explotación, las sustancias alucinógenas, la xenofobia y la locura.

| Billy Blizzard es como el diablo ―decía mi madre―. Lo que ves cuando lo miras y lo que sientes cuando lo miras son dos cosas diferentes.

En esta novela, Spanbauer encierra al diablo en un cuento para niños narrado con palabras soeces de adultos. Quizá la trama es una excusa, es un libro-estrella escrito con magia y un afán constante de búsqueda de la belleza, dibujando con palabras los colores, y lo que en realidad nos cuenta es la verdadera esencia de la vida, o quién sabe. Cuenta muchos secretos, de los indios, de la muerte y de los límites de la naturaleza.

| Cuando abrí los ojos el diablo me miraba directamente a los ojos; el diablo que había cruzado desde el otro lado, saliendo de la oscuridad resplandeciente y fuerte, un sol iluminándome en plena noche, despidiendo fuego. Las ruedas del caballo de hierro no tenían la altura de un hombre de mi estatura. La tierra temblaba, el fuego y el azufre ascendían. La locomotora de vapor ni siquiera paró; atravesó Owyhee City entre aullidos, atravesó todos los músculos de mi cuerpo y me dejó temblando y con los pantalones llenos de mierda.

“El hombre que se enamoró de la luna” es un libro extraño, me pregunto qué lleva a alguien a construir una historia como ésta. O qué mensaje querrá transmitir realmente.

| Siempre he dicho que primero haces que la historia suceda en tu cabeza y luego, antes o después, el mundo la hace realidad. Tú en mis brazos es la historia que me he estado contando.

| Al poco rato todos teníamos el mismo aspecto, todos negros, el mismo color negro, como blancos que intentan parecer negros, y negros intentando parecer como los blancos piensan que parecen los negros. De repente todos nos reíamos, hacíamos el tonto con nuestros rostros negros, pero lo cierto es que estábamos asustados; todos nosotros estábamos asustados, de repente, de un modo que no habíamos esperado.
El corcho quemado nos hacía a todos iguales.
Aunque todos éramos iguales, todos sabíamos que no lo éramos.
El corcho quemado en nuestros rostros cambió eso. El corcho quemado era una máscara en nuestros rostros, y lo que había debajo no era negro, ni blanco: era humano.

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